La salud mental está enfrentando enormes desafíos y las líneas de investigación más promisorias apuntan al uso de sustancias psicodélicas como coadyuvantes. Uruguay debe dar una nueva respuesta a un problema que no
ha sabido resolver en los últimos años.
Lic. Marco Algorta
En realidad, todo el movimiento alrededor del cannabis medicinal es la punta de dos enormes icebergs y no uno. El primero está relacionado con los usos de los derivados de las plantas de cáñamo, con baja concentración de THC.
Existe un enorme abanico de productos derivados que Uruguay podría producir, desde semillas de cáñamo como alimento, al aceite del grano para la industria alimenticia y cosmética, hasta la producción de extractos de CBD para usos no médicos, como bebidas o productos veterinarios. Además, se podrían aprovechar sus aportes a un modelo ecológico sustentable, por sus capturas de carbono y su poder de bioremediación de los suelos. Pero no es de esto que vamos hablar acá.
El segundo es que la aceptación científica y social de los usos medicinales de los derivados de cannabis es el símbolo del fin de un paradigma.
Todos estamos drogados. La cuestión no es esa. En palabras del secretario de la Junta Nacional de Drogas, Dr. Daniel Radío, un mundo sin drogas no es posible ni deseable. Lo que se buscó durante muchas décadas, y con un rotundo fracaso, es prohibir cierta lista de sustancias definidas por razones disfrazadas de científicas, que terminaron impactando en ciertos tipos de poblaciones a salvo de luchas políticas. Sin embargo, ese modelo ya está herido de muerte y estamos siendo testigos de su desmoronamiento.
Lo que mejor describe ese escenario es la pérdida de influencia y poder de la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes (JIFE). Aunque hayan flexibilizado algunas normas relacionadas al cannabis, la junta sigue parada sobre una visión antigua y bajo fuerte influencia de las voluntades de China y Rusia. Sin embargo, las posiciones dogmáticas han sido erosionadas por la práctica.
Al principio fueron algunos estados americanos los que, conjuntamente con parte de la comunidad médica, lograron generar caminos alternativos para uso del cannabis en medicina, y pese a prohibiciones federales, ratificaciones de acuerdos internacionales y muchos intentos de lanzar cucos, esa práctica se fue extendiendo, generando aceptación y respuestas tanto para pacientes como para doctores.
Hoy es una enorme realidad. La práctica de cannabis medicinal en el mundo se extiende no por las vías convencionales, a las cuales la JIFE sonríe y abraza, pero a través de productos intermedios que no entran en una definición clásica y conservadora de medicinal.
Después de tantos años de prohibicionismo, se deben tener en cuenta los recelos y miedos que el uso de algunas substancias puede generar en la opinión pública y en los entornos médicos. No se trata de darle la espalda a la ciencia. Todo lo contrario. El mejor camino será aquel que se pueda recorrer junto a la comunidad científica, pues sin conocimiento, no hay nada.
Y si nos abstraemos del botín político que significa la anunciada lucha contra las drogas, es fácil darse cuenta que el iceberg que destapa el cannabis al discutir la lista de sustancias controladas, está totalmente emparentado, con más rigor y desde hace más tiempo que el propio cannabis, con los avances de la ciencia.
Más de 10 años antes del aislamiento de la molécula de THC por el profesor Mechoulan, el mundo ya venía avanzando en trabajos clínicos a partir de las sustancias psicodélicas. Hace poco, un artículo en la Revista de Psiquiatría Uruguaya, con el título “¿Es posible desarrollar investigaciones clínicas utilizando sustancias psicodélicas en Uruguay?” (http://spu.org.uy/sitio/wp-content/uploads/2021/10/05_RV_02.pdf) hacía un repaso de la historia de los estudios clínicos con esas sustancias.
Según se describe en el artículo “(…) en los años 1950, (…) con el marco interpretativo del psicoanálisis, los «alucinógenos» despertaron un fuerte interés en tanto vías de acceso rápido al inconsciente, y por lo tanto como método de análisis más rápido que el uso de la asociación libre. Se trató de una «farmacología de la conciencia», donde el fármaco no ofrecía una cura en sí mismo, sino un acceso al inconsciente del paciente, para de ese modo poder acelerar y profundizar el análisis y por lo tanto, la cura”.
Uruguay tiene el tamaño justo para buscar nuevas soluciones a un problema que no encuentra respuestas a partir de las terapias clásicas.
Estas investigaciones, pasado el auge de los años oscuros de guerra a las drogas, fueron retomadas en la segunda mitad de los años ‘90 con excelentes resultados, lo que permite afirmar a los investigadores uruguayos que: “desde la investigación clínica, los avances de las últimas décadas parecen sugerir un futuro promisorio para la terapia psicodélica, lo que ha llevado a que varios autores propongan que existirá una revolución en la psiquiatría en los próximos años.”
Esas observaciones coinciden con las numerosas charlas y experiencias compartidas de médicos y psicoterapeutas que entrevisté en los últimos meses: los resultados son mejores y se logran de forma más rápida, que con medicaciones y terapias clásicas.
En Estados Unidos, Canadá y parte de Europa vemos, por un lado, laboratorios e investigadores avanzando con éxito en pruebas clínicas para el registro de nuevas drogas. Se espera que el MDMA obtenga para finales del 2022 su registro en Federal Drug Administración, en el uso para pacientes con depresiones, y el DMT, la Psilocibina y el LSD caminando por vías similares.
A eso se suma, actualmente, el uso de la Ketamina en prácticas clínicas, “off label”, en sesiones de psicoterapia asistida por cuadros de depresiones refractarias, y la indicación por uso compasivo, de la Ibogaína, en caso de adicciones.
Vivimos en un país con escala humana. Sin duda que como sociedad ese es uno de nuestros principales logros. Y esa escala uruguaya de humanidad tiene por delante un desafío relacionado con la salud mental. Los números son implacables con nuestro país y nuestras tasas de depresión y suicidio son las más altas de la región. Uruguay, además, tiene profesionales que vienen investigando el uso de sustancias psicodélicas hace mucho tiempo, con patentes en curso. Uruguay tiene el tamaño justo para buscar nuevas soluciones a un problema que no encuentra respuestas a partir de las terapias clásicas.
Y este no es un problema exclusivamente uruguayo. Todos los países están sufriendo un aumento severo de los casos de depresión. Solo en Brasil, el principal instituto de estadísticas, IBGE, apunta que existen 16,3 millones de mayores de 18 años con depresión.
La salud mental está enfrentando enormes desafíos y las líneas de investigación más promisorias apuntan al uso de sustancias psicodélicas como coadyuvantes. Uruguay debe dar una nueva respuesta a un problema que no hemos sabido resolver en estos últimos años.
Uruguay, por su escala, tiene la oportunidad de liderar el cambio de paradigma en la región. La sociedad civil seguramente acompañará, a lo largo de su historia siempre ha estado a la vanguardia.
Ojalá, que esta vez, la sociedad médica uruguaya acompañe.